jueves, 13 de mayo de 2010

Nuestro gran líder

Nuestro gran líder, loor a su persona inmortal, nació en una familia humilde, pero que ya nunca careció de nada, pues nuestro gran líder se encargó de proveer. Nuestro gran líder aprendió a hablar al mes de nacer y a los dos meses lucía ya su insigne bigote, gloria de la patria, que a tantas victorias nos ha dirigido. Con cinco años, nuestro gran líder comandaba las primeras revoluciones que nos liberaron de yugos externos e internos. Nuestro gran líder hace que las cosechas crezcan gracias a la luz de sus ojos en nuestros campos. Nuestro gran líder mide tres metros, detalle que se aprecia mejor en fotos y cuadros que en público. Nuestro gran líder murió hace veinte años, pero sigue dirigiendo la nación con su firmeza característica.

martes, 4 de mayo de 2010

Y la invité a una copa de vino

Y la invité a una copa de vino. Porque era el adiós y me pareció una forma elegante de llevar a cabo la despedida. Sentados en el sofá, escuchando música romántica (Serge Gainsbourg, nuestro cantante favorito). Ella llevaba un vestido negro y un sombrero. Yo una camiseta y vaqueros. Qué bonita es esta canción, dijo ella. Sí, suspiré yo, que sabía que era la última vez que la escucharíamos juntos. ¿Qué te parece el vino?, le pregunté acto seguido. Está bueno, contestó ella. Yo asentí, por hacer algo, tampoco se me ocurría nada excesivamente inteligente en un momento como aquel. Luego Matilde se levantó y empezó a mirar mis libros. Tanto que vivir y tú lo dedicas a leer, dijo. Yo guardé silencio, pues tenía razón y al mismo tiempo estaba en total desacuerdo con ella. Tanto que leer y tan poca vida, me daban ganas de decirle.
Me fijé en sus caderas, que se balanceaban como si pretendieran hipnotizarme. Qué bonita es, pero ya no es mía, me dije. Clavé entonces la vista en el vino y durante un momento me pareció que sería agradable ahogarse en el fondo de una copa. ¿En qué piensas?, preguntó Matilde de pronto. En ti, estuve tentado de decir, pero me mordí la lengua y contesté: en nada. ¿En nada?, insistió ella. En todo, repuse. Ella se rió con esa forma tan encantadora de hacerlo y dijo: siempre igual. Sí, supongo, contesté yo.
Volvió a sentarse a mi lado, con su copa a medio terminar en la mano. ¿Estás triste?, me preguntó. No, es el vino, mentí yo. Ella se encogió de hombros y dio otro sorbo a su copa. Sí, estoy triste, rectifiqué. No es el final, podemos llamarnos de vez en cuando, susurró ella mientras depositaba su mano en mi rodilla. Tú siempre tan trágico, añadió con ternura. Yo sonreí como pude, bebí algo más y sentí que se me formaba un «quédate» en la lengua. Lo acallé con algo más de vino.
Bueno, se hace tarde, será mejor que me marche ya, dijo apurando su copa y levantándose del sofá. Yo me quedé mirando sus piernas. Las medias negras. El largo de su vestido. El roce de los muslos bajo él. Quizá fue el vino, quizá fue la angustia, pero me incorporé y con decisión la atraje hacia mí. No hubo resistencia por su parte; enseguida nos estábamos besando con urgencia.
Puedo marcharme mañana, jadeó mientras nos quitábamos la ropa mutuamente.